Son tantas las cosas que no puedes imaginar aún
siquiera
y que te esperan,
más adelante,
en tu camino.
(Cosas que yo no puedo contarte
porque ni siquiera me creerías.)
No hace falta
que te disfraces
y que hables
con esa voz impostada;
que finjas que eres
quien nunca has sido
y escondas (con tanto miedo)
la bondad de tu corazón.
La gata y yo miramos
el sol ocultándose
tras la montaña.
Yo bebo cerveza y fumo un cigarrillo.
Ella sólo mira.
El viento no me deja abrir la puerta de casa.
La noche iluminada por los relámpagos
(uno solo, muy largo, que nunca termina)
y el ruido del viento
en las rendijas.
La luz eléctrica parpadea
asustada.
El viento
y el sol
tras la cortina:
¿cuál de los dos la mueve?
La noche vuelve a llenarse de estrellas
después de la tormenta.
Pasean, silenciosos, los caracoles.
Me siento, silenciosa, en el jardín
tratando de no pisarlos.
Sacudo las sábanas limpias.
Dos o tres pequeños insectos caen y se esconden
apresuradamente
en la hierba.
Todas las constelaciones caen sobre nosotros.
El cielo se ha abierto de nuevo
en un solo relámpago que no acaba nunca.
Aún hay nieve en las montañas.
El río baja
rápido, ancho.
Los árboles de la orilla suspiran apenas
con el agua al cuello.
Una pierde cosas de pronto:
el bolsillo del abrigo
tenía un agujero
y no lo sabía.
Una también encuentra cosas
y cose el bolsillo
para descubrir luego que no era de oro
aquello que brillaba tanto.
Una sigue caminando por senderos
que se ramifican
y en las ramas
encuentra pájaros
que cantan en lenguas desconocidas.
A esas alturas, claro,
una ya no lleva abrigo.
Porque no tiene frío,
porque no quiere guardar nada,
pero, sobre todo,
porque no quiere espantar a los pájaros.
Desde la cocina
oigo a alguien quejarse en el patio.
Alguien enciende la radio,
oigo una canción tristísima.
La noche se alarga en los sofás,
en palabras que de pronto
risas sorbos vasos que caen.
En el cielo de Madrid, sólo se ve a Júpiter.
Aquí abajo, sólo nosotros existimos.
Tintinean
las cucharas colgadas del cuello
en el lavavajillas
como campanas
calientes.
Silencio de domingo
por la tarde.
Hasta las palomas
hablan en susurros.
Que pueda dejar de cometer los errores de siempre
y empiece a cometer otros
totalmente nuevos.
La luna recorre el cielo
enmarcado por la ventana.
De izquierda a derecha.
Despacio.
Sacudo las camisas mojadas:
un movimiento seco
de las muñecas.
Las tiendo,
aliso las mangas.
Suspiro.
Zigzagueo buscando la acera de la sombra
como un animal sediento,
enfebrecido.
Mediodía en la ciudad.
Como un gorrión que se ahoga,
sentada frente a la ventana abierta,
busco
y respiro
cada soplo mínimo de brisa.
Desconocido, si al pasar junto a mí deseas hablarme, ¿por qué no has de hablarme?
¿Y por qué no he de hablarte?
Si se quemaran algún día
todos los libros del mundo
si se quemaran incluso
todos los sistemas informáticos y cualquier otro medio
electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias,
grabación magnetofónica y cualquier otro sistema
de almacenamiento de información
quedarían ellas:
las personas libro.
Su voz que nos respira,
su memoria amante.
Nos despedimos en el torno.
En la escalera mecánica iba a volverme
para mirarte y entonces recordé
algo que habías contado días atrás:
«El hombre y la mujer se despidieron
y él pensó:
Si le gusto, se dará la vuelta»
Ella se había girado.
En la escalera mecánica el recuerdo me hizo reír
y también tuve miedo:
no me giré.
Por el mercado y su suelo de agua dulce,
la cocina al sol,
la tabla y el cuchillo,
la sartén abollada, el arroz lavado (siete veces por lo menos);
el vino en sus copas,
tan transparente.
Gracias por el ventilador y su vacilante traqueteo
en la penumbra.
Por los cubiertos de plata y las servilletas de tela,
la luz que entraba por el balcón mientras me leías en voz alta
(por las fotos: por mirarme).
Pero,
sobre todo,
gracias
por tu compañía.
El libro se abre blandamente.
Se queda abierto sobre la mesa
sin necesidad de poner nada sobre sus páginas.
Blan
da
men
te.