El zapato que aprieta:
señal de crecimiento.
Dolor de cabeza. Tan atroz
que pienso de puntillas,
intentando no hacer ruido.
Siempre hay que pagar un precio.
Y algunos días me siento tan generosa que voy repartiendo propinas a diestro y siniestro;
otros, mezquina, regateo cada moneda.
No estar con nadie
que no desee realmente estar conmigo
(aprender a decir “no” con claridad y sin miedo).
Acabo de descubrirlo:
La lista de cosas que no debería hacer
es mucho más larga que la de las cosas que debería hacer.
La llave de mi corazón
aún no la tiene nadie
(evidentemente porque no me da la gana
dársela a nadie.
De momento).
La mayor parte de nuestro sufrimiento
nos lo causamos nosotros mismos.
Volví a olvidar
que no debo esperar nada.
Dice Paco, y yo coincido con él, que debería haber en las estaciones un sitio, como las consignas, para dejar las guerras y los conflictos personales por unos días. Y dice María Elena Walsh: Estación claridad, vamos llegando.
La mitad de los habitantes del cielo cambiando de sitio, a rastras, todos los muebles, mientras la otra mitad disparaba sus cámaras y sus flashes sobre la tierra. Menudo director de efectos especiales tenemos por aquí.
Que cada viaje que me aleja de casa
abra mi mirada
y me acerque más a mí misma.
No soy amiga de fronteras
ni de límites. Pero reconozco un territorio amigo
cuando lo veo:
música en la tarde, yo leo
mientras tú escribes cartas.
Té muy caliente
con especias.
El viento afuera.
Nada es ya lo que era
y es una suerte:
te acuerdas
de la torpeza de cuando jóvenes,
ese desconcierto de correr a ciegas
y el dolor esperando en cada curva del camino.
Nada es como antes
y es un milagro
haber sobrevivido a las tormentas
–a todas las tormentas–
y que sigamos, cada vez
más ligeros de equipaje,
en el camino.
Nada es igual
y gracias.
Una buena idea las estaciones:
Cuando ya estás cansado del calor
llega el otoño con sus lluvias y cuando
las noches se hacen demasiado largas
la primavera te bendice
con su revuelo de semillas
verdeando.
Las noticias viajan de forma extraña: primero llega un pedazo
(digamos los pies), luego otra llamada de teléfono trae el perfil,
más tarde alguien explica otra parte (la cabeza, por ejemplo).
Al cabo de tres días, y con un poco de paciencia, tienes cierta idea de lo que ha sucedido. O no: porque todos los huecos los has rellenado
con tu imaginación.
Hasta que no tenemos una conversación de cierto tipo
digamos de un tipo diferente a los saludos rituales
y alguna pregunta educadísima
que, por supuesto, no espera respuesta,
hasta que no estamos con alguien que nos escucha con atención
que no huye de nosotros ocultándose entre
todos esos lugares comunes, por ejemplo
no descubrimos lo solos
que habíamos estado sin saberlo.
Hasta que no oímos esa música que nos conmueve
digamos a ritmo de vals, una voz blanca
de inverosímil dulzura
y esos acordes anhelantes de séptima,
hasta que no vemos esa película
de amores desgraciados y tristes
y un final que es como una puñalada, por ejemplo
no descubrimos todas las lágrimas
que teníamos guardadas sin saberlo.
Es mejor no esperar nada:
que la decepción no reabra las heridas
que teníamos sin curar del todo sin saberlo.
Siempre nos quedará París:
un pequeño gesto simbólico
escogido minuciosamente,
un relámpago,
una estrella fugaz
frente al despliegue de brutal violencia.
Y me refugio en la rutina.
La rutina, que amortigua el dolor y el miedo.
Vaya una tabla de salvación.
Guardo la ropa de verano
y compruebo que en estos meses
he crecido
o he engordado.
A veces pienso en qué pensó mi gata
para elegirme
(no estoy segura de que no me haya confundido
con un árbol).
Pero no es fácil pensar
con una gata subida en la cabeza.