En mi primer invierno fuera de la ciudad,
he aprendido a encender el fuego
todas las mañanas
y a leer las señales que escribe el tiempo
sobre la nieve del jardín.
¿A dónde van los gatos de Panillo cuando nieva?
El maestro ha dibujado una línea en el espacio,
aprendemos a bailar en la frontera.
A este lado de la ventana, las orquídeas amarillean.
Al otro lado, florecen los almendros.
Mirar las estrellas por entre las ramas
del saúco. Y las flores.
Huellas de gato en el pantalón,
barro en las botas.
Sentada a la puerta de la cocina.
Aun así,
ciertas mañanas me despierto
con frío en los hombros.
El viento lleva
las plegarias de las banderas
al otro lado del océano.
Desde la encina centenaria
hasta los rascacielos donde los niños
aún se asombran
y las confunden con pájaros.
La música demasiado alta,
la tos como un cosquilleo,
el viento afuera.
Esos días en que el roce de la ropa
me hace dudar:
no sé si las heridas están a punto de abrirse
de nuevo
o de cerrarse.
Nunca me habría imaginado
que para que florecieran los almendros
hiciera falta que el viento soplara con tanta fuerza.
Atardece a cien kilómetros
por hora en la autopista.
Vamos al encuentro
de la luna llena.
Aquella noche en el balcón,
la belleza
de la cúpula de la iglesia
y de ese cielo
y del aire
me hizo llorar.
Este mediodía en el coche,
la belleza
de la aparición, cuesta abajo,
de las águilas planeando
tan cerca de mi cabeza
me hizo gritar.
Tengo la casa llena de telarañas. Nunca había visto telarañas tan intrincadas y grandes. Tan hermosas. Me siento incapaz de destruir tantas horas de trabajo, tanta belleza.
Detrás de esta sensación de caos
o dentro de ella
(días desordenados, horarios imposibles,
cosas por hacer largo tiempo aplazadas
y cosas que hay que terminar dentro de plazo;
la mesa llena de papeles,
me voy de viaje,
vuelvo,
me duele el estómago):
aquí es donde habito últimamente.
El sol de la tarde sobre el almendro. Y después la luna llena.
¿Nunca había hablado de las tardes doradas?
Tan especiales que camino de puntillas
para no romper el hechizo.
«No sólo no existen los príncipes azules:
tampoco hay princesas que salvar.»
Dicen los grillos y las ranas
esta noche de primavera.
Llego a casa al mismo tiempo que la primavera
aunque en mi maleta, a diferencia de la suya,
sólo hay ropa sucia,
un par de caleidoscopios,
tres o cuatro postales
y unas cuantas sonrisas.
La gata me recibe maullando,
le pongo comida.
Come un poco y se sube a mi regazo, frotando la cabeza contra mi pecho.
Yo también ronroneo de gratitud.
Entre las hojas tiernas, recién cogidas, de espinaca que me ha traído la vecina había violetas y pétalos de flores de almendro.
Y la guerra continúa, mi vida,
tres años más tarde continúa
igual que mi vida. Mi vida.
Que hay cosas que me da miedo pensar
pero resulta que puedo hacer
perfectamente
cuando no hay más remedio que hacerlas
(no hablo de proezas, no,
sino de cosas sencillas, como conducir sola 300 kilómetros,
o hacerlo de noche por una carretera de montaña,
sintiendo la responsabilidad de llevar una preciosa carga).
Que, pese a todo (y todo significa todo), no me rindo.
Y además
que, a mi edad,
aún puedo aprender cosas nuevas:
de mí,
y a hacerlas.
No todo (y todo significa todo) está perdido.
Este lugar tan incómodo
como mi penúltimo viaje, con la mochila a cuestas,
primero el coche, dos autobuses luego,
un taxi, un avión,
el tren y el tranvía,
es lo único que tengo realmente,
lo único que puedo ofrecerte.