Se me mete la arena en los ojos
y en los zapatos.
Lagrimeo, me quito los zapatos y los vacío.
Seré constructiva, me digo, haré un castillo con toda esta arena.
Pero cada vez que lo intento el mar lo destruye.
No pierdas el tiempo, me dicen las olas:
descálzate y sigue caminando,
deja que el viento
limpie tus ojos.
Delimito mi territorio:
unas cosas quedan dentro y el resto fuera.
Echo tanto de menos el espacio
en el que todo está dentro
y no existe afuera.
He visto
tres lagartijas,
una urraca,
un peral y un ciruelo,
tréboles,
hormigas que corrían enloquecidas,
una araña en el cuarto de baño,
un águila que planeaba en el cielo
del atardecer,
la luna creciente.
El agua de la lluvia que temblaba
sobre la barandilla negra de hierro.
Imprescindible: que no enturbien el agua
que bebo con el polvo de sus botas.
De pronto el dolor y el miedo se convierten, al dejarme caer,
en un túnel de vértigo
y una explosión de colores
brillantes que se mueven en el espacio.
No es más que una pesadilla,
no es más que un sueño.
Y han pasado
algunos gatos, un perro,
varias personas,
dramas, risas,
y también decepciones.
Para que luego digan
que nunca pasa nada.
Abriendo sobres viejos encontré tu tarjeta
con un arcoiris pintado y una nube de purpurina.
Ahora hay purpurina por todas partes:
en el sofá, en la escoba,
en la mesa,
hasta en el suelo del cuarto de baño.
Buscaba donde aferrarse y sólo encontró
troncos podridos a la deriva
que se hundían bajo su peso.
Nunca se quitaba el reloj para dormir,
así sabía a qué hora no la había llamado.
Boca arriba estaba indefensa
como las tortugas y los insectos.
En sus ojos, todas las derrotas.
Mira con ojos asombrados la copa de vino blanco,
habla con voz grave, como de recién llorada.
Vive en una habitación más alta que el árbol del jardín.
Domingo de invierno.
Un sol delicado, como de papel de seda,
mira al joven
que camina por la calle con un ramo de flores.
Es casi un niño.
Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Últimamente me fijo mucho en el color de los ojos de la gente.
Cachorros de tigre
juegan con garras y dientes afilados.
Hacen daño
sin saber el significado de la palabra “daño”.
Me pareció una mujer seria, distante.
Lo que yo no sabía -ella sí- es que estaba muy enferma
y que iba a morir pronto.
Ahora no sé si estaba seria o triste,
si estaba distante o muy lejos de todos nosotros.
Lo único que nos diferencia de quienes padecen el síndrome de Diógenes es nuestra definición de “basura”.
Y yo que creía que el infierno de fuego de la ira y el infierno helado de la cólera no eran más que metáforas
Pido disculpas a los lectores por los problemas técnicos que está teniendo últimamente la página. Y un poco de paciencia extra: hoy empiezo mi mudanza, de casa y de población.
Las personas devotas se van a la montaña; las inteligentes, al mar.
Me gustan de Madrid
estos trayectos en taxi por la Castellana
a las cuatro de la mañana de un sábado:
el vértigo de las luces, el tráfico, la gente.
Regresar a mi casa silenciosa en la madrugada.
Nos alcanzan poco a poco
la enfermedad, el deterioro,
los problemas informáticos,
los olvidos y los despistes: la leche en el microondas
que encuentro, arrugada en el vaso, horas después.
La muerte que llega, inesperada siempre.
Pero también el hijo que crece
y sus abrazos de hombre.
La muerte, entre una vida y la siguiente;
el sueño, de la noche a la mañana;
la mudanza desde una casa llena a otra aún deshabitada;
el trayecto desde la cama a la ducha
el viaje de un continente de otro.
Sabía desde hace tiempo que es una leyenda
(urbana, seguramente) que los gallos cantan al amanecer:
qué demonios: cantan en mitad de la noche,
cuando les da la gana.
Pero hasta el sábado no supe que las nueces vienen
en un estuche individual de color verde brillante.
Todavía estoy asombrada.
Y qué decir de lo bien que huelen las matas de tomate. El sol y la sequía que fabrican ciruelas pasas listas para comer. Lo difícil que es recoger pimientos verdes porque se confunden entre las hojas de la planta. O localizar el lugar desde donde la mata calabacines sale de la tierra, para darle un poco de agua. El brillo metálico de las acelgas y el verde infantil de las lechugas. El repollo abierto de par en par. Las moscas posándose en las ciruelas, que supuran azúcar. Y detrás, tantas horas de la vida de un hombre.