Extraño y bueno es, como dices, todo lo que nos sucede en los últimos tiempos:
La violeta africana con sus brillantes hojas nuevas y sus flores.
La aparición súbita de un caballo en la bruma
–como en los cuentos de Carver, pienso–
y de toda la manada detrás.
Pero, sobre todo, estas conversaciones mirándonos a los ojos
y al corazón, traspasando dolores antiguos
quién sabe si cicatrizados o no.
Nos habían hablado de los caballos, de las cabras y de las gaviotas.
También de los mosquitos.
Las cabras de color castaño pastaban junto a la casa,
a las blancas las vimos en lo alto de la colina,
las gaviotas chillaban amenazadoras cuando nos acercábamos
a donde criaban a sus polluelos;
los mosquitos nos rondaban todo el tiempo,
pero durante varios días no vimos ni rastro de los caballos.
Hasta que llegaron, majestuosos, una tarde de sol y niebla
y respetuosamente nos apartamos para dejarles paso.
Camino con los brazos abiertos, haciendo equilibrios,
sobre las grandes piedras de la playa.
La llovizna me moja.
Pasa una gaviota, también caminando,
las alas dobladas.
Doble sol
En el embarcadero
miro al sol que cae despacio, casi inmóvil,
en un atardecer larguísimo.
Cuando me doy la vuelta para emprender el regreso, el sol
reflejado en lo alto del cielo me da en la cara.
Desde el barco,
con los ojos entornados por el viento,
la isla parece un enorme animal dormido.
Sol caliente, viento frío,
comida insípida, mantequilla con sal.
En el recuerdo, otras islas y otro tiempo: Arousa,
Quimchao,
vino blanco y los cisnes.
El mordisco en el corazón,
el corazón que sigue latiendo, sin embargo.
Y a la noche, un abrazo muy largo bajo la lluvia.
Camisetas y calcetines
como banderas al sol
sobre la hierba mojada.
El disco del sol rojo poniente a la derecha,
a la izquierda la luna llena.
Me gustaría saber a quién dar las gracias
por algunos de los sueños que me visitan
–o que visito yo, no sé–
y por mañanas como hoy,
en las que me despierta una paloma en la ventana.
Los recuerdos tienen la textura irreal de los sueños.
Los sueños tienen la cualidad escurridiza de los recuerdos.
A veces son tan parecidos unos y otros.
Se acumulan el trabajo y el polvo, hace demasiado calor,
y es el deseo de no estar aquí lo que hace que todo sea una carga
demasiado pesada.
Parecían tan reales los dos soles que la única forma de saber cuál era el verdadero y cuál el reflejo era mirando la hora: a las nueve de la tarde, el sol no podía estar en lo alto del cielo.
¿O tal vez sí?
Una cucharada de hiel amarga un vaso de agua,
pero no un lago.
Alguien cuyos huesos son capaces de crecer desordenadamente,
como los tréboles y otras hierbas,
debe de ser alguien capaz de alcanzar el cielo
cuando se lo propone.
Detrás del ruido sigue sonando la música, para quien quiera oírla.
Detrás de la furia no suele haber más que dolor.
La calle vacía y silenciosa al sol.
Dos clarinetes tocan dúos de Mozart.
Un coche viejo lleno de canciones antiguas.
Persiguiendo nuestros sueños,
viajamos rumbo al norte.